Pepe Mujica, el presidente que hablaba como la gente y vivía como pensaba

El expresidente uruguayo José «Pepe» Mujica falleció a los 89 años en Montevideo, dejando una herencia política y humana que desbordó las fronteras de su pequeño país. Fue guerrillero, prisionero, senador, ministro, presidente y, sobre todo, un personaje inclasificable que retó al poder con coherencia, sentido común y una vida austera como pocas en la historia contemporánea.

Del calabozo a la presidencia, con un escarabajo como escolta

Mujica nació en 1935 y desde joven abrazó las causas sociales. A finales de los años 60 se sumó al movimiento guerrillero Tupamaros, enfrentando al régimen conservador uruguayo. Fue detenido, torturado y pasó casi 15 años en prisión, varios de ellos en condiciones infrahumanas. En los 70 lo balearon, escapó de la cárcel excavando túneles y sobrevivió al encierro hablando consigo mismo para no enloquecer.

Con la llegada de la democracia en 1985, Mujica volvió a la política, pero no a la cómoda: se metió al barro, al debate y a la siembra de ideas. Llegó a presidente en 2010, con 74 años, y revolucionó sin alardes. Legalizó la marihuana, el matrimonio igualitario y el aborto, defendiendo con argumentos lo que creía justo, aunque fuera impopular.

Rechazó mudarse a la residencia presidencial, prefirió su modesta casa en las afueras de Montevideo y su compañía inseparable: una perrita de tres patas llamada Manuela. Su inseparable Volkswagen escarabajo y su ropa sencilla eran reflejo de lo que decía: el poder no debe alejarte de la gente.

Frases que fueron bofetadas de realidad

Mujica fue un sabio sin manual, un viejo sabroso de ideas afiladas. Criticó el consumismo y la hipocresía del poder. En la ONU soltó verdades como bombas: “Arrasamos las selvas verdaderas e implantamos selvas de cemento. Enfrentamos al insomnio con pastillas, a la soledad con electrónica. ¿Somos felices alejados de lo eterno humano?”

Decía que la crisis ecológica era en realidad una crisis política y civilizatoria, y que el verdadero lujo era tener tiempo: “La gente no compra con plata, compra con el tiempo que gastó para tener esa plata”.

También habló del amor: “Cuando se es viejo, el amor ya no es una fogata, es una dulce costumbre, un compañerismo, una forma de huirle a la soledad, que tal vez es el mayor castigo”.

Y de la juventud: “Le pido a los jóvenes que no se sientan quebrados. El verdadero triunfo en la vida es volver a empezar cada vez que uno cae”.

Su enfoque sobre la marihuana era claro: “Hay que quitarle el negocio al narco, identificar a los consumidores y tratarlos como enfermos cuando se pasan. Pero sin misterio: también es una adicción y hay que construirle barreras culturales”.

Hasta de su propia muerte habló sin drama: “Esta vez me parece que la Parca viene con la guadaña en ristre. Pero mientras aguante, seguiré con mis gallinas, mis verduras y mis compañeros. Siempre he sido un terrón con patas”.

La coherencia como bandera

Mujica no fue un político perfecto, pero fue uno que no traicionó sus ideas. Se burló del protocolo, dijo groserías en entrevistas y tuvo sus roces (inolvidable aquel “la vieja es peor que el tuerto” sobre Cristina Kirchner), pero siempre desde su autenticidad brutal.

“No hay cosa más importante que el amor, pero por lejos”, decía. Y si alguien tenía autoridad moral para decirlo, era él.

Murió como vivió: sin lujos, con humor, sabiduría y con la frente en alto. Su vida, sus frases y su manera de estar en el mundo son el legado de alguien que entendió la política no como una carrera, sino como un compromiso vital.

Y para México, país con tantos desafíos sociales y políticos, su vida es una brújula que recuerda que se puede tener poder sin perder el alma. Porque, como él mismo decía: “Si no llevás la felicidad dentro, no la vas a encontrar con nada”.

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