Crecer con pantallas o con libros: la nueva brecha que divide a México
En una casa de Guanajuato, una madre cuenta que su hijo de diez años pasa horas frente al celular, saltando de un video a otro. En otra colonia, a pocos kilómetros, un niño de la misma edad está sentado con un tutor que le lee en voz alta un libro clásico. Esa escena resume una nueva forma de desigualdad: mientras los hijos de familias ricas aprenden a concentrarse y razonar, los de sectores pobres se hunden en la distracción de las pantallas.
Un estudio citado por The New York Times confirma que la capacidad de comprensión y pensamiento crítico de los niños retrocede en muchos países. El llamado efecto Flynn —el aumento constante de la inteligencia medido durante décadas— se detuvo y empezó a ir hacia atrás. Las caídas más pronunciadas se ven en hogares con menos recursos, donde leer un libro resulta cada vez menos común.
Pantallas para los pobres, libros para los ricos
Las pantallas funcionan como comida chatarra: baratas, adictivas y omnipresentes. Igual que la obesidad golpea con más fuerza a los sectores populares, la “obesidad cognitiva” de la distracción permanente se concentra en quienes no tienen herramientas para poner límites.
La especialista Maryanne Wolf documenta que los hijos de familias con ingresos menores a 35,000 dólares al año pasan dos horas más frente a pantallas que los de familias ricas. Esa diferencia impacta en memoria, velocidad de procesamiento y habilidades lingüísticas.
En México, investigadores en la región Laja Bajío, Guanajuato, encontraron que muchas personas pobres se sienten discriminadas por “no saber”: no leer con fluidez, no manejar una computadora o no entender un trámite. El académico Ricardo Contreras Soto lo llama “aporofobia intelectual”: la pobreza se confunde con ignorancia y se convierte en un sello de inferioridad.
Pensar, un privilegio de clase
Mientras tanto, las élites parecen haber entendido el riesgo. Empresarios como Bill Gates o Evan Spiegel limitan el uso de pantallas a sus hijos. En Estados Unidos florecen escuelas privadas que cobran hasta 34,000 dólares al año y que prohíben celulares en las aulas mientras promueven la lectura de los clásicos.
En cambio, en la educación pública masificada es casi imposible imponer reglas de desconexión. El resultado: cuidar la capacidad de concentración y pensamiento profundo se convierte en un lujo de pocos.
El futuro se dibuja inquietante. Si los niños crecen sin leer en serio, nunca entrenarán la paciencia y el razonamiento que exige la lectura profunda. Y eso abre la puerta a generaciones enteras más fáciles de manipular, menos críticas y más vulnerables a la desinformación. En un país como México, donde el presente ya está atravesado por desigualdades, la pregunta es inevitable: ¿quién se quedará con el privilegio de pensar?